Una rosa violenta (II) Por Arturo Guerrero
La guerra de Colombia tiene fuente antigua, que no se toca con las manos. La cultura de la violencia es intoxicación que navega en la sangre ciudadana. El Espectador la segunda parte de este ensayo. Espere la última entrega el domingo.
Tras haberse nutrido de las barbaridades del siglo XIX, la pirámide de Palonegro tiende su sombra sobre el XX. Esos ojos sin resplandor guían el ánimo de hijos, nietos y bisnietos de los sacrificados. Suministran comprimidos de pendencia y sevicia a brazos que darán trabajo a los machetes.
La mayoría de académicos convocados a la Comisión Histórica del Conflicto comienzan sus análisis en los años veinte. Desde entonces, un sector del conservatismo –es Alfredo Molano quien escribe- está decidido a mantener el triunfo de los Mil Días apelando a todas las formas de lucha: ideológica, electoral o armada.
La matriz de la política conservadora es la doctrina del atentado personal, santificada por Laureano Gómez. Matar liberales no es pecado, evangelizan los púlpitos. ¡Ay caramba me encontré con un negrito llamado José María. Ay caramba convidó a jugar espadas, le dije que no sabía, me dijo que me enseñaba, le dije que aprendería!
Durante el XIX el Estado no tuvo monopolio exclusivo de las armas. Luego de la Constitución del 63 –ahora es María Emma Wills quien ejemplifica-, el ejército de la Unión era una Guardia Colombiana de 600 hombres, incapaz de hacer frente a las tropas de los Estados, atadas a lealtades partidistas.
Ya en el XX, a los cuerpos armados oficiales les surgieron apéndices encargados del trabajo sucio. No asomaron de la nada, fueron as que el Estado siempre ha tenido bajo manga. En los años cuarenta, comienzos de la Violencia por antonomasia, la vereda Chulavita del municipio de Boavita en Boyacá, suministró a la policía asesinos a los que denominó con su propio nombre. Y armas, claro, blancas y de fuego.
Eran cuadrillas conservadoras, hermanas de los Pájaros, que asolaban campos y pueblos en acciones móviles con dios pero sin ley. Esos vientos sembrados cosecharon tempestades que devastan incluso el XXI. Impusieron métodos bestiales como el corte de franela, la lengua extenuada que cuelga del cuello finamente hendido por puñal.
Replicaron delicadezas como las decapitaciones cumplidas por los macheteros de los Mil Días. Fueron el primer tiempo de un partido cuya etapa complementaria la irían a consumar los paramilitares de ahora, que juegan fútbol con las cabezas chorreantes, reciben listas marcadas con cruces por comité de notables, y son definidos por intelectuales como ´brazo armado del ejército´.
Eternizado por el novelista Gustavo Álvarez Gardeazábal, un líder insignia de estas hordas fue León María Lozano, El Cóndor. Desde Tuluá lideró su máquina de aniquilar liberales. Eso sí, asistía a misa diaria de 6 de la mañana, oía solo la emisora La voz católica y leía El Siglo, diario conservador en cuyas páginas encontraba temprano lo que debía hacer. A su fervor se atribuyen 3.569 muertos.
Huyendo de estas huestes, tratando de sobrevivir a sus familiares desangrados, algunos campesinos y sus primos, campesinos y compadres, campesinos sin cerdos ni gallinas, se agazaparon con escopetas y alpargates en cobertizos de guerrillas liberales.
En 1964 el Frente Nacional comenzaba a aplacar el sectarismo entre liberales y conservadores, sin que reformas sociales mitigaran el día a día de los pobres. Se reunió entonces la segunda conferencia del Bloque Sur, nombre adoptado por el conjunto de esas guerrillas liberales.
¿Quiénes son esos dos señores venidos de ciudad, entre tantos seres rústicos? Pues son dirigentes del partido comunista, enviados a apadrinar la conferencia. Según lo recuerda el padre Javier Giraldo en su texto para la Comisión Histórica, este partido acababa de celebrar su décimo congreso que concluyó: ¨la lucha armada es inevitable y necesaria como factor de la revolución¨.
De esta simiente, pocos meses después aparecieron las FARC. Los comunistas daban la línea: la guerra de guerrillas es instrumento del partido. Nuevamente la combinación de todas las formas de lucha, esta vez desde la contraparte insurgente.
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¿Cómo opera la transmisión de ideologías en estas guerras dos veces centenarias? ¿Qué azar explica que miles de hombres se exterminen “por cosas que no podían tocarse con las manos”, como se queja el coronel Buendía? La respuesta la guarda una palabra: dogma. En las dos trincheras campea el pensamiento férreo.
Estanislao Zuleta, pensador de amplio espectro como pocos, padeció el dogmatismo desde los extremos antagónicos. Siendo colegial preguntó a un maestro por qué los niños sin bautizar van al limbo, si la decisión de bautizarlos era de sus papás. “¿De manera que Ud. cree saber más que los padres de la Iglesia?”, cortó el maestro.
En otra ocasión los estudiantes plantearon al sacerdote profesor de religión que les parecía aberrante que un ser omnisciente y omnipotente creara personas destinadas a ir al infierno. “Cuidado, hijo –replicó el padre-, que el demonio se disfraza muchas veces en la forma de la verdad”.
En 1956 Estanislao entró al partido comunista. Formuló su rechazo a sostener una juventud comunista como cosa separada del mismo partido. ¿Qué importancia tiene que los militantes sean jóvenes o viejos? Un dirigente argumentó que eso sucedía aquí, en Rusia y en China.
Él insistió: si yo preguntara por qué aquí se da misa en latín y me respondieran que porque así ocurre en Roma, eso estaría bien. “Pero en un asunto como el comunismo, que se supone debe ser pensado, la respuesta no es la más adecuada”, completó.
Cayó entonces la contestación definitoria: “Compañero Zuleta, ¿usted cree que sabe más que toda la Academia de Moscú, que todo lo que hemos logrado en toda nuestra experiencia? Cuidado, porque la Academia de Moscú, con perdón, sabe más marxismo que Ud”.
El epílogo de Estanislao Zuleta es vertical: “¡Doctores tiene la Santa Madre Iglesia, que saben contestar, doctores tiene el partido comunista que saben contestar! Eso me pareció tan similar. Las imágenes que les presento en estos ejemplos me curaron mucho del dogmatismo. Si alguien lo sabe yo no tengo derecho a pensarlo: esta fórmula condensa la esencia del dogmatismo”.
La vigencia promedio de los proyectos guerrilleros en América Latina es de siete años. Esto si se exceptúan de este cálculo FARC y ELN, las dos guerrillas longevas de Colombia, cuya duración se cuenta en tajadas de medio siglo.
Sobrevivieron a los años setenta cuando se presentó declive de estos aparatos armados en toda Latinoamérica. Sobrevivieron al repudio y desprestigio social de su financiación con dineros de narcotráfico, secuestro y extorsión. Se acabó la Guerra Fría, se hundió la Unión Soviética y su campo de agudización, y los guerrilleros colombianos no se inmutaron.
Tampoco escucharon a los analistas que hablan del costo humano devastador de esta guerra, solo equiparable a los de las dictaduras terroristas del Cono Sur y Centroamérica. Desoyeron el convencimiento de Fidel Castro, ícono entre íconos, sobre la liquidación de vigencia de la lucha armada en el continente.
Persistieron en argumentaciones extraídas de contextos en que el cerebro del mundo corría por rumbos sangrientos. Los enumera Javier Giraldo: derecho a la insurrección, ungido por la declaración de independencia de Estados Unidos en 1776 y la Revolución Francesa en 1789. Derecho a la rebelión como última carta, que incluye legitimación de la violencia, signado por la naciente ONU en 1948.
Los rejuvenece Jairo Estrada, de la Comisión Histórica, quien liga la combinación de todas las formas de lucha “a la necesidad de supervivencia del movimiento campesino y no a la mera decisión subjetiva”. A su juicio, esa combinación “es un producto histórico de condiciones específicas”.
Esta última frase emula con las que formulan la importancia del agua en la navegación o las posibles causas del embarazo. ¡Todo en la vida social es producto histórico y todo producto histórico es fruto de condiciones específicas! Interpretaciones dogmáticas de cierta teoría decimonónica pretenden subordinar la compleja, contradictoria e impredecible vida a los cálculos de la economía.
No son únicas. Circula en redes la siguiente ocurrencia:
Moisés: “la ley es todo”
Jesús: «el amor es todo”
Marx: “el capital es todo”
Freud: «el sexo es todo”
Einstein: “todo es relativo”
Existen inquietudes de por qué solo en Colombia hay guerra, si en muchos países de América Latina no la hay a pesar de sufrir también desigualdad, pobreza y demás lacras del capitalismo. Víctor Manuel Moncayo, segundo relator de la Comisión, cree descubrir en ese interrogante una fuerza para deducir mecánicamente similares comportamientos de similares realidades.
“Se trata de un entendimiento de un grosero corte determinista”, increpa. Y vuelve a las ´condiciones específicas´: “(esas) consideraciones carecen de fundamento, pues desconocen precisamente la especificidad histórica de cada sociedad. Han sido las peculiares circunstancias colombianas de transición, instauración y reproducción del capitalismo, muy distintas de las de otras sociedades así sean del mismo conjunto latinoamericano, las que explican esas expresiones subversivas violentas”.
Peculiares circunstancias, condiciones específicas: los dos académicos citados se amparan bajo esas peripecias del capital, a su parecer bien identificadas y ponderadas, para concluir, en palabras de Moncayo: “la explicación, por lo tanto, no es una supuesta cultura de la violencia o la determinación subjetiva de individuos o grupos políticos”.
Sus palabras figuran en la cuarta, de catorce tesis finales para contribuir al análisis, titulada “Tesis sobre el carácter congénito tanto de la expresión subversiva como de la contrainsurgencia y sus modalidades de presentación”. ¿Congénita la guerrilla, congénitos los ´paras´? ¿Pertenecen estos grupos armados a la composición genética del país? ¿El atesoramiento de riquezas, por sí mismo lleva al gatillo rápido?
Caramba, el coronel Aureliano Buendía habría mirado a los ojos a estos expertos y les habría dicho lo mismo que a su compadre Gerineldo Márquez, tan seguro de saber por qué peleaba: “Dichoso tú que lo sabes. Yo por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo”.
Para la mirada dogmática la cultura de la violencia es supuesta, es decir una suposición, un descarrío del análisis. Desde el flanco derecho, el origen de la violencia no se atribuye a un aparato de ideas y alegatos fanáticos, es decir a una cultura de violencia. Para estos conservadores matar infieles es mandato divino de perentoria obediencia, dato objetivo inscrito en el deber ser cósmico.
Desde el bando izquierdo, la guerra no es engendro del voluntarismo revolucionario sostenido por fijaciones antagónicas que menosprecian toda vida singular, es decir de una cultura de la violencia. Para estos insurgentes la entrega a las armas es constreñimiento fatalista de leyes de la historia, de circunstancias del capitalismo imposibles de torcer con otros modos.
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Ambas creencias son caras de la misma moneda. Una llama a otra. Los dos caen en idéntica negación de la cultura de violencia como veneno colombiano. Cada cual eleva sistemas rígidos de razonamiento, jerarquías y nomenclaturas con obispos y secretarios generales a la par adiposos y esclerotizados de cerebro. En medio de estas iglesias ha transcurrido la cotidianidad bicentenaria de un pueblo lúcido, bailador, generoso y a la postre desconfiado e irreverente.
Los derechos a insurrección y rebelión, incluida la legitimación de la violencia, hunden justificación en escenarios donde el planeta no era todavía aldea global para la guerra. Ellos nutrieron a Clausewitz, máximo teórico de la guerra en Occidente, quien vivió entre el XVIII y el XIX, y cuya obra De la guerra fundamentó la Primera Guerra Mundial y encantó por igual a Lenin y a Hitler.
Combatiente en campañas napoleónicas, sus tiempos de guerra fueron la carnicería. Encumbró la divisa “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, gracias a la cual las armas cobraron dignidad civilizada. Había ingresado a ellas, niño de once años, en regimiento prusiano. Los explosivos le hicieron reducir el mundo a una humareda.
La guerra resultó un infierno. Sus medios no fueron los de la política. Al contrario, la guerra evidenció ser el quiebre, el fracaso de la política. De ninguna manera su continuación. La hecatombe nuclear de 1945 sobre las ciudades japonesas dibujó un hongo de advertencia: la bomba atómica es dios o diablo.
El globo puede estallar varias veces, estremecido por el arsenal de las potencias. Y una mínima e imprevista chispa, una guerrita en un país lejano, es capaz de escalar la conflagración orbital. De aquella fecha en adelante, hacer la guerra es jugar con fósforos junto a barriles de gasolina.
John Keegan, principal historiador británico de la guerra, sostiene: “El pavoroso coste de la militarización masiva, pagado por los Estados industrializados en la segunda guerra mundial, desembocó en la creación de armas nucleares pensadas para acabar con la guerra sin que interviniera la mano de obra en el campo de batalla, pero que una vez desplegadas amenazaban con acabar con todo”.
“Y la militarización masiva del mundo pobre dio por resultado, no la liberación, sino la consolidación de regímenes opresores llegados al poder a costa de sufrimiento y muerte generalizados¨. Remata con ilusión: “realmente, la guerra se ha convertido en un azote como lo fuera la enfermedad a lo largo de la historia¨. Augura que desaparecerá, como otras instituciones que parecían hechos elementales de la existencia: esclavitud, sacrificios humanos, infanticidio, duelo. “La política debe continuar; la guerra no¨, precisa.
“Transformar el conflicto armado en conflicto político” es el idéntico llamado del filósofo Sergio de Zubiría en su texto para la Comisión colombiana. “El conflicto armado acentúa las desigualdades sociales y políticas, favorece la agravación de las injusticias, consolida el poder de las clases dominantes, antiguas y nuevas”, arguye para el mismo ente el historiador franco colombiano Daniel Pecaut.
“La primera y más importante tarea hoy en día en Colombia es acabar con la violencia misma sin más excusas ni justificaciones espurias”, refuerza el relator Eduardo Pizarro.
Las calaveras en pirámide de Palonegro son un monstruo cultural, el producto de un modo de pensar y sentir sistemáticamente inoculado. Son resultado del ´orgullo´ del coronel Aureliano y de los incesantes aurelianos de las incesantes guerras. Están ahí, cuajadas en mortalidad de piedra, a causa de ¨cosas que no podían tocarse con las manos¨.
Eso que no se toca con las manos es la cultura, un sistema de certidumbres que entra por oído y vista, desciende de cabeza a estómago y, rayo sumario, mueve el brazo hacia furia punzante. La cultura de violencia es transfusión de azufre a las arterias, veneno que enciende toda sangre, resorte de nervios que empujan el gatillo.
Más allá de la guerra, esta cultura infiltra calles, casas, campos, iglesias, tabernas, aulas, fábricas, talleres, estadios, todos los lugares ordinarios donde los colombianos ejercemos como países enemigos.
Dos ingredientes concomitantes consumaron hasta el paroxismo la conversión en virus de la cultura violenta. Los modos de los narcotraficantes, su elevación del dinero a divinidad suprema, su petulante zancada de amos del mundo, sus torrentes de dólares para comprar lo que ni se compra ni se vende. Sus pistolas como argumento contra la privación de afecto.
El segundo vendaval vino del Palacio de Nariño. Durante dos cuatrienios se desgajó desde la más alta silla un estilo miserable para tomar ventaja en la vida. “Amanecí cargado de tigre”, “le voy a dar en la cara, marica”: embestidas de profundidad para hacer trizas el altruismo, decoro, inocencia y gracia de la gente.
Al expresidente innombrable se le acusa de fechorías a la altura de sus ´buenos muchachos´ secuaces. No hay ni habrá pruebas reina, pues la justicia no es el tribunal ajustado. En su lugar, la sanción social zumba en las calles. Caricaturistas y redes sociales trinan de ingenio.
Hace falta, eso sí, identificar el oprobio superior. Con pulso metódico, el menudo y poseso mandatario inyectó ácido sulfúrico en el torrente nervioso de los sobrevivientes. Carga de tigre, en sus palabras de trocha y atajo. El tósigo cundió como nunca. Colombia devino tropa de energúmenos. Este delito mayor clama, no al suelo de los cuerpos, sino al cielo de las almas.