Se cierra un siglo de dolor, se abre uno de esperanza
Estoy segura que muchos de nosotros tuvimos nuestro primer contacto con la mayor masacre en la historia nacional que se produjo en las caucherías de la Casa Arana, en Amazonas entre los años 1900 y 1930, a través de la lectura de La Vorágine. Ese libro de José Eustasio Rivera que hacía parte de nuestros útiles escolares y en cuyas últimas frases se dice: «Hace cinco meses buscaba en vano Clement Silva. Ni rastro de ellos ¡Los devoró la selva!». Estas frases expresan la contundencia de esa bella y exuberante región, de la Amazonía. Selva que a su vez es vecindad y frontera; misterio y luz; vida y muerte.
Pues bien, esta referencia del Amazonas que en mi caso era solo literatura y relato del ayer, pude encarnarla el pasado 12 de octubre cuando fui invitada por la Asociación Zonal Indígena de Cabildos y Autoridades tradicionales de la Chorrera «AZICATCH» compuesta por 22 pueblos indígenas, para participar en el ritual llamado Cierre de la canasta de la tristeza y apertura de la canasta de la abundancia. Ritual preparado por las comunidades indígenas de esta región, para propiciar la serenidad de sus ancestros y ellos poder recuperar su vida en equilibrio y armonía. Con el cierre del canasto de la tristeza cerraban un siglo de trágicos recuerdos ocasionados como consecuencia de la ambición y la explotación despiadada del caucho, realizada de manera sistemática por los hermanos Arana del Perú y sus capataces, quienes torturaron, desaparecieron y masacraron más de 70.000 indígenas de los pueblos Huitotos, Borás, Ocainas, Muinanes, Andokes, Resigaros, hijos del tabaco, la coca y la yuca dulce. Pueblos que a principios del siglo XX, vivían a lo largo y ancho de los ríos Caraparaná e Igaraparaná, afluentes del gran rio Putumayo.
Mediante el ritual se expresó ese grito de dolor ahogado por tantos años y décadas en sus descendientes, sus pueblos y su historia al mismo tiempo, pero también se dio materialidad a la esperanza simbolizada en la apertura del canasto de la abundancia y la paz, que en adelante guiará sus vidas. Pasado, presente y futuro que quedó bellamente plasmado en el mural elaborado para la ocasión por Santiago y Rember Yahuarcani, padre e hijo indígenas y que deja impresa una huella indeleble de reconocimiento a la memoria de los antepasados, la lucha incansable de sus sobrevivientes y la libertad del futuro por venir.
A principios de siglo XX, mientras la demanda de la naciente industria de los automotores en Europa requería del llamado «oro blanco» para elaborar los neumáticos y poder así engalanar matrimonios y grandes ceremonias. En nuestro país el costo de dichos privilegios se pagaban con miles y miles de vidas humanas de mujeres, hombres y niños indígenas que fueron sacrificados de manera infame por la codicia de los explotadores caucheros que exportaban la materia prima. Como lo señala el escritor peruano Mario Vargas Llosa en su libro El sueño del Celta: «Cuando desaparece toda forma de legalidad y se restablece la ley del más fuerte, inmediatamente se instauran la barbarie, el salvajismo y unos extremos de crueldad que llegan a extremos vertiginosos», como lo fue el exterminio casi total de todos los pueblos que ocupaban esta región del país y de nuestro país vecino del Perú.
Hoy los indígenas manifiestan su preocupación por los grandes proyectos mineros, energéticos y petroleros que los confrontan en relaciones desiguales, en negociaciones con poderosos actores internacionales, que podrían repetir otras modalidades de conquista y explotación. Por eso, el reto para el gobierno y su locomotora minero-energética es impedir que se destruyan estos territorios, y con ello se extermine nuestra diversidad étnica y multicultural.
Allí, en el corazón del mundo, en medio de los bailes, los cantos en sus lenguas aborígenes, las bebidas de la yuca dulce nos invitaron a hacer una minga de pensamiento, para permitir, como lo dijo José Emmanuel Kutgaje, que nuestros ancestros descansen en paz y nosotros podamos vivir en equilibrio. La Casa Arana lugar de explotación y muerte, hoy transformada en Casa de Conocimiento nos albergó. Allí nos comprometimos a hacer recordar este etnocidio, para que nunca vuelva a repetirse.
Columna para el periódico La Patria