“Co-dividir el dolor”, un paso hacia la paz

Colombia es un país de víctimas. Décadas de duración de un conflicto interno armado han dejado una lista interminable de hechos de violencia y han poblado el lenguaje cotidiano de palabras tan duras como masacre, secuestro, desplazamiento, desapariciones o minas «quiebrapatas». En desarrollo de las hostilidades y enfrentamientos entre los distintos actores armados de nuestro prolongado conflicto, se han causado lesiones y muerte a miles y miles de personas, y se han destruido bienes individuales y colectivos valiosos. Ese es el propósito de la guerra, y así lo reconoce el Derecho Internacional Humanitario que tiene como fin acotar su crueldad, restringir los medios que en ella pueden emplearse, evitar daños y pérdidas innecesarias. La guerra en Colombia muy pocas veces se ha librado con sujeción a estos principios del Derecho que le es propio. Nuestro conflicto hace ya mucho tiempo que se degradó y de esa degradación no escapa nadie: el Estado que reclama el monopolio en el uso legítimo de la fuerza, no ha sido capaz de romper los lazos que unen sectores de las Fuerzas Armadas, del gobierno, del Congreso, con esa máquina de horrores que ha sido el paramilitarismo de viejo y nuevo cuño. Tampoco ha sido capaz, de elevar el nivel de vida de la mayoría de su población, a la que mantiene en condiciones de precariedad en su existencia material, y negada en su condición de ciudadanía tanto política como social. Las guerrillas, por su parte, incurren de manera permanente en crímenes que ofenden el sentimiento mínimo de humanidad: reclutan, muchas veces mediante engaño o fuerza, niños y niñas; utilizan armas con enorme capacidad de daño, y en más de una ocasión han convertido a la población civil que dicen defender, en víctimas directas de sus acciones. Y sobre los crímenes del paramilitarismo apenas sí empiezan a conocerse informaciones por boca de sus jefes militares. Falta aún identificar sus promotores, financiadores, encubridores y beneficiarios.

Frente a las acciones criminales de los actores del conflicto, las normas nacionales y las correspondientes al Derecho Internacional, exigen investigaciones eficaces y castigos justos. Es de suponer que el sentido moral impondrá sobre los perpetradores el castigo de la culpa ¿Pero, y los ciudadanos y ciudadanas de este martirizado país, no tenemos culpa alguna en relación con este estado de cosas? ¿No nos corresponde también nuestra dosis de responsabilidad en relación con estos hechos de violencia que han truncado los proyectos de vida, no solo de quienes los han padecido directamente, sino de las comunidades a las cuales pertenecen, o pertenecían, quienes sufrieron el rigor de esta violencia desatada?

Podríamos señalar que nunca hemos hecho parte ni apoyado a las guerrillas ni a los paramilitares. Y que en cuanto al Estado, quizá hemos cumplido con la obligación de pagar impuestos, de respetar las leyes y de atender otros deberes ciudadanos. Pero debemos recordar, como lo señalaba el filósofo alemán Karl Jaspers al hablar de los crímenes del nazismo, que existe una solidaridad entre los hombres que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, de todos los crímenes que se cometen en nuestra presencia o con nuestro conocimiento.

Mi propósito no es, claro está, causar malestar. Es más bien abrirnos un camino, una esperanza para sanar esta culpa. Como decía mi viejo maestro Carlo Federici, en Colombia necesitamos «co-dividir» el dolor de las víctimas. Ponernos en su lugar para experimentar la verdadera compasión, el sentir con el otro, con la otra. Esa es la invitación que hace la ley de reparación de víctimas y restitución de tierras cuando consagra el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las víctimas, que se conmemorará por vez primera el próximo 9 de abril. Invito a mis lectores, y me insto a mí misma, a dejar de lado la indiferencia, la indolencia con la que hasta ahora hemos actuado frente al dolor de nuestros compatriotas víctimas de tantos años de guerra. Que nadie se quede en casa. Vamos a comenzar a co-dividir ese dolor para aliviar un poco a quienes lo han experimentado por muchas décadas, y a construir entre todos una sociedad en Paz.

Columna de opinión para el periódico La Patria

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