¿Cumbres borrascosas?
Más que evocar ese clásico de la literatura inglesa de mediados del Siglo XIX escrito por Emily Brontë y publicado bajo el seudónimo de «Currer Bell», única forma de romper los prejuicios machistas de la época, esta columna tiene como propósito hacer un balance tentativo de las cumbres de mandatarios de las Américas, incluyendo la que se celebró en nuestra bella Cartagena de Indias.
Las reuniones de altos dignatarios hacen parte de una larga tradición en materia de relaciones diplomáticas. Convocadas generalmente alrededor de un tema específico, deberían convertirse en escenarios privilegiados para que los Estados debatan sus posiciones y busquen consensos, o hagan explícitas sus divergencias.
Un poco de memoria a propósito de las Cumbres resulta necesario: durante los últimos 17 años los mandatarios de esta región del mundo se han reunido en seis ocasiones. La primera de ellas en 1993, a instancias del recién elegido Bill Clinton. Tras el derrumbe del socialismo soviético, se vivían los días felices del «consenso de Washington», esto es, la creencia de que lo que los países del hemisferio necesitaban para superar su situación de pobreza, inequidad y estancamiento económico abrazar la economía de mercado e insertarse más profundamente en las redes del comercio globalizado.
Desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente, y se han producido muchos cambios en el panorama económico, político y social de nuestro continente. Las grandes líneas de ese proceso podrían resumirse en la pérdida de poder relativo de los Estados Unidos en lo que durante décadas fue su patio trasero; el surgimiento en varios países de procesos políticos que promueven modelos de integración más horizontales y diversificados que buscan servir de contrapeso al poder norteamericano; y un alto nivel de desencanto con el capitalismo que ha sumido a Europa, y a los propios Estados Unidos, en una crisis que está lejos de ser superada.
La segunda cumbre, reunida en Santiago de Chile en 1998, trató de ampliar la agenda para incorporar temas sociales y libertades democráticas. En Quebec (2001) se sintieron los vientos helados que no soplaban del norte, sino que venían de un sur que mostraba su desacuerdo con una apertura indiscriminada de sus economías en tanto los países ricos se aferraban a sus políticas proteccionistas, particularmente en el sector agrícola.
Pasarían cuatro años para hacer posible otra cumbre. Los atentados del 11-S cambiaron las prioridades de la agenda de los Estados Unidos y sirvieron para darle oxígeno a las visiones dominantes en algunos países, incluido el nuestro, que buscaron resolver por la vía de la seguridad militar los profundos conflictos sociales de la región más desigual del planeta.
Mar del Plata, Argentina (2005) y Puerto España (2009) fueron marcando el rumbo reciente de estos eventos: mucho ruido y pocas nueces. Los latinoamericanos nos acostumbramos a ver con desesperanza reuniones que tienen mucho protocolo y poco fondo. Declaraciones de buena voluntad, de buenas intenciones, que naufragan luego en el mar de la desidia y de la falta de seguimiento a los compromisos adquiridos por los países asistentes.
La cumbre de Cartagena parecía ser más de lo mismo. Un escenario decorado para que el presidente Santos mostrara su talla de líder regional y convirtiera a Colombia en ‘bisagra’ entre el norte y el sur. Pero el gran evento social se salió de las manos por cuenta de la inclusión de dos temas calientes: la presencia de Cuba en el concierto de naciones americanas; y el clamor cada vez más fuerte por encontrar una salida al fracaso rotundo de la política prohibicionista en materia de drogas.
Aún es demasiado pronto para saber cuánto cambiará en relación con este último tema. El daño que el narcotráfico y sus aliados han causado a nuestras sociedades exige cambios de fondo a una política que nos ha impuesto tantos sacrificios. Amanecerá y veremos.
Y mientras tanto, queda celebrar la convocatoria de actores sociales que buscan Cartagena para hacer sentir la voz de la sociedad civil. Y reconocer la labor de Socorro Ramírez, feminista y luchadora social a quien correspondió la tarea de organizar esta parte del evento, quizás el único del cual podamos esperar resultados importantes en el futuro.
Columna para el periódico La Patria