En el mundo, después de la década de los 90, la población civil se ha convertido en el 90% de las víctimas de las guerras. Las guerras son organizaciones para la matanza, según el filósofo Michel Serres. Colombia no escapa a esa realidad con su macabro repertorio de violencia: masacres, desplazamientos, desapariciones, violencia sexual, reclutamiento forzado, secuestros, despojo de tierras, amenazas, torturas, cadáveres descuartizados y arrojados a los ríos, hornos crematorios, fosas comunes. Según el informe ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad, entre los años 1958 y 2012, 220.000 colombianos y colombianas fueron asesinados, de los cuales 176.000 eran civiles. Guerra sin límites en las que más que acciones entre combatientes, han prevalecido ataques a la población civil, 8 de cada diez personas muertas, son civiles. Las 1.987 masacres, se perpetraron en más de 500 municipios, es decir en el 50% de nuestros municipios. Más de 27.000 secuestros entre los años 1996 y 2005, una persona fue secuestrada cada 8 horas y afectados por minas antipersonas 10.189: civiles 3.885, miembros fuerza pública 6.034. Desaparecidos 25.000, casi el doble de todas las dictaduras del continente. Cerca de 14.000 niños, niñas y adolescentes reclutados. Cerca de 5.700.000 personas desplazadas, el 15% del total de la población. Entre 1985 y 2012, cada hora fueron desplazadas 24 personas. Colombia es hoy el primer país del mundo con el mayor número de personas en situación de desplazamiento.
El informe señala que todos los actores armados han acudido a atacar la población civil como estrategia de guerra: los paramilitares han estructurado especialmente sus repertorios de violencia en masacres, desapariciones, torturas, desplazamientos masivos y violencia sexual; los guerrilleros en secuestros, asesinatos selectivos, ataque a bienes civiles, reclutamiento, actos terroristas, y los agentes de la fuerza pública en detenciones arbitrarias, desapariciones, asesinatos selectivos, efectos colaterales de los bombardeos y uso excesivo de la fuerza.
La guerra en Colombia ha exacerbado también el orden patriarcal y autoritario que ha caracterizado nuestra cultura, en especial ha impuesto de forma violenta sobre las mujeres, códigos de conducta que se traducen en control sobre sus vidas: horarios para que las mujeres transiten en sus territorios, controles sobre sus formas de vestirse, restricciones a sus actividades como lideresas, regulación despótica sobre su sexualidad tanto en el espacio privado como público. Como lo presenta la investigación adelantada por la Casa de la Mujer, con el apoyo de Oxfam, adelantada en más de 400 municipios, cerca de medio millón de mujeres, jóvenes, niñas y niños han sido víctimas de violencia sexual. Los crímenes abarcan el macabro espectro de violaciones, fertilización forzada, aborto forzado, esclavitud sexual, acoso sexual, persecución y muerte a mujeres prostitutas. Violencia de género como queda claramente identificada también en investigaciones adelantadas por el Grupo de Memoria Histórica en las masacres de Bahía Portete en la Guajira; el municipio de Salado en Montes de María; en el Placer, Putumayo, entre otras.
Esta máquina de victimización en la que ha convertido la guerra en Colombia, en ocasiones se activa para producir mayor sevicia y terror, en otras «dosifica la violencia» para reducir su visibilidad en el ámbito nacional. En Colombia los asesinatos selectivos han sido una de las principales estrategias, de acuerdo con las proyecciones del Grupo de Memoria Histórica cerca de 150.000 personas murieron en estas condiciones, es decir 9 de cada 10 homicidios de civiles fueron asesinatos selectivos con el propósito de ocultar a los grandes responsables y evitar que puedan considerarse como crímenes sistemáticos o generalizados, es decir crímenes de lesa humanidad.
Por todo esto resulta urgente que el proceso en La Habana tome buen ritmo y se logre un acuerdo en torno a los seis puntos de la agenda para la terminación del conflicto. Como lo hemos señalado, en esta guerra todos los combatientes han incurrido en prácticas de victimización y todos tienen enormes responsabilidades frente a tanto dolor. No podemos permitir que «los lobos de la guerra que se relamen, viendo que el cordero de la paz es pan comido» como lo escribía recientemente la periodista María Teresa Ronderos, terminen ganando con su sangrienta jauría.