La guerra inicia donde la política fracasa. Acudir a la violencia como la última ratio de la política, implica un profundo fracaso tanto para un Estado, como para los diferentes actores de una sociedad. En un país como el nuestro que lleva más de cinco décadas en conflicto armado, este se ha convertido en un marco de referencia para la vida de las colombianas y colombianos. Todos hemos sido tocados de una u otra forma por la guerra y la guerra en palabras del psicólogo social Ignacio Martín-Baró puede resumirse en: violencia, mentira y polarización. Durante estas décadas y de manera diferencial (clase social, involucramiento y temporalidad), cerca de 42 millones de habitantes hemos sido afectados por estas tres condiciones.
La guerra es el predominio de las armas sobre los argumentos, una sociedad donde se naturaliza el uso de la violencia para resolver tantos problemas grandes como pequeños, es una sociedad donde las relaciones sociales están larvadas de raíz.
Una sociedad polarizada es aquella en la cual opera la lógica de quienes no están conmigo, están contra mí. Resultando así imposible configurar un espacio público en el cual nos reconocemos en nuestros intereses, emociones y apuestas colectivas, pero también en nuestras diferencias y conflictos.
La mentira se encarna no solo en la corrupción de las instituciones sino también en el engaño intencional del discurso político y en la construcción de una ilusión cuya única verdad es que vivimos una realidad tan dolorosa, que resulta imposible encararla y por eso recurrimos a la violencia para resolverla.
En un país así han vivido nuestros niños y niñas en Colombia, con una aclaración necesaria, y es que mientras muchos de ellos han sido tocados directamente por la guerra, han visto asesinar a sus padres, han sido torturados, violados, reclutados, han presenciado las tomas de sus pueblos, han sido víctimas de minas antipersonas, hoy muchos de ellos viven en ciudades en búsqueda de arraigo, otros muchos han contemplado esa guerra desde sus refugios privados a través de las imágenes de la televisión, las narrativas de los noticieros radiales, las conversaciones en su familia o en la escuela, han vivido entre la ansiedad, el miedo y la agudización de las violencias domésticas y cotidianas. Esta guerra los ha afectado tanto directa o indirectamente en su desarrollo físico, emocional, moral, social, espiritual y horadado los fundamentos para una formación ciudadana incluyente y democrática.
Las cifras son alarmantes, las niñas, niños y adolescentes de Colombia son sus principales víctimas. Según datos del gobierno, de 2009 a 2012, constituyen el 51% de la población desplazada. Hay entre 8.000 y 14.000 reclutados en las fuerzas irregulares. La mayoría de ellos, según estudios de Natalia Springer, están entre los 6 y 14 años (60%), no tienen bachillerato, muchos son analfabetos y no han tenido oportunidades. Esta situación en especial afecta a los niños y adolescentes de comunidades indígenas.
La exclusión, la ausencia del Estado Social, la erradicación manual o la fumigación aérea de la coca, y la racionalidad guerrera, están enviando a las armas a la población más vulnerable de la guerra. En aquellas zonas olvidadas, rurales, mineras y militares de Colombia parece que la Prosperidad Democrática es una ficción y las violaciones a los derechos humanos una realidad.
Los datos muestran no solo un estado de cosas inconstitucional sino inmoral. Según el Informe de Medicina Legal de 2010 «Violencia Sexual contra las mujeres en el conflicto armado» el 89% de las víctimas de violencia sexual asociadas al conflicto armado son niños, niñas y adolescentes. Paramilitares, guerrilla y aun integrantes de las fuerzas militares son sus victimarios. Esta dinámica perversa se da en el sur de Bolívar, en Guainía, Putumayo, Nariño, Arauca, Cauca, entre otros departamentos. Las fuerzas militares en muchas ocasiones incrustan sus bases en territorios cercanos a poblaciones, constituyendo una amenaza para las niñas y las adolescentes, como el execrable crimen cometido por el coronel Muñoz en Tame, Arauca.
Estamos ante un proceso de paz que apoyo sin vacilación. Como un gesto para generar confianza y dar cumplimiento al DIH, exijamos a los negociadores de los diálogos sacar ya a niños, niñas y adolescentes de esta guerra degradada.
Columna de Angela Robledo para el periódico La Patria