Representante Angela Robledo se opone la instalación de cámaras en los colegios.
¡Seguridad, Seguridad, Seguridad! Ese parece ser el grito desesperado de una población que se siente amenazada en su integridad personal o en su propiedad. ¡Seguridad a cualquier precio! Parecen escuchar algunos líderes de opinión y funcionarios del gobierno, tanto nacional como del Distrito Capital, quienes a través de sus declaraciones y de las políticas emprendidas buscan dar respuesta, no siempre adecuada, a las demandas ciudadanas en un campo que constituye el fundamento mismo de la existencia del estado.
En medio de este clima exacerbado de opinión, y en mi calidad de Representante a la Cámara por Bogotá y miembro de la bancada del Partido Verde en este Congreso, considero necesario plantear una serie de reflexiones que nos permitan adoptar la perspectiva correcta que haga posible atender al reclamo justo de la ciudadanía, sin vulnerar las bases mismas del Estado de Derecho que está delineado en nuestra Carta Política y cuya consolidación constituye propósito fundamental de nuestro proyecto político.
Un primer aspecto que cabe poner de presente es que el tema de la seguridad, o mejor sería decir de la inseguridad en campos y ciudades, se situó en el centro mismo del debate público. La prensa de hoy registra como “El entusiasmo colectivo que despertó el presidente Juan Manuel Santos al inicio de su gobierno, hace seis meses, parece estar llegando a su fin. De los halagos por la elección de un equipo ministerial de primer nivel, la recomposición de las relaciones con los países vecinos y el retorno al diálogo cordial con la justicia se ha pasado a las críticas por el incremento de las acciones violentas de la guerrilla y las bandas criminales en distintas regiones del país, lo cual ha sido calificado por algunos como un retroceso en la llamada seguridad democrática”.
También aparece en primera plana la noticia de que la recién elegida Presidenta del Concejo de Bogotá, la Liberal María Victoria Vargas, ha definido la seguridad como uno de los temas prioritarios de su gestión, y que frente al que considera un problema grave de impunidad, haya anunciado que va “a presentar al Congreso la revisión de las normas del Código Penal». “Seguridad, Seguridad, Seguridad”, ésta vez como bandera política.
Hace pocos días, señalábamos como el país está evidenciando los límites de la estrategia de “seguridad democrática”, expresión inaceptable – en un Estado de Derecho, toda seguridad debe ser democrática, esto es, brindarse con estricto respeto a los Derechos Humanos, a la Constitución y a la Ley – estrategia utilizada para encubrir un modelo de acuerdos con fuerzas para-estatales que incluían beneficios judiciales para los cabecillas, e impunidad de hecho para los combatientes rasos de las “autodefensas”. El modelo también contemplaba un aumento sustancial del pie de fuerza y el gasto militar, y una definición de un objetivo único, la derrota militar de la insurgencia que, con su obsesión por los resultados, condujo incluso a violaciones al derecho internacional.
Las cifras señalan tendencias en materia de in-seguridad, particularmente en las ciudades donde se ha registrado un incremento en el número de homicidios. Aunque por su gravedad los homicidios son delitos que causan un gran impacto– LA VIDA ES SAGRADA – son otro tipo de delitos los que más afectan a l@s ciudadan@s: El hurto callejero, el hurto a residencias, a vehículos y los denominados “fleteo” o el “paseo millonario”, expresiones estas que demuestran nuestra capacidad de “banalizar el mal”.
Y añadíamos que esta situación actual no debe tomarnos por sorpresa. Desde el año 2009, columnistas como Alfredo Molano; Natalia Springer y León Valencia, e investigaciones del Cinep, Arco Iris y la Comisión Colombiana de Juristas han demostrado que lo que se produjo en Colombia fue un proceso de desmovilización estratégica, al amparo de la ley de justicia y paz, más no una verdadera desarticulación de las organizaciones paramilitares. Hoy, con los jefes paras extraditados, sin proyecto contra-insurgente y con una alianza entre narcos, paras y delincuentes comunes, nos enfrentamos a lo que el General Naranjo señaló como la mayor amenaza al orden público; más grave que las Farc y los paras, según sus palabras.
Y cabe aquí una digresión: Algunos medios de información han señalado que existe el interés de algunos sectores políticos han expresado su interés por tener al Director General de la Policía como su candidato a la Alcaldía de Bogotá. Ojalá que el General Naranjo no sucumba a estos cantos de sirena y termine “politizando” la acción policial, situación que ya vivió el país en su pasado reciente y que fue una de las causas que condujo a la llamada “Violencia” de los años 50s y 60s.
Volviendo a la situación de seguridad en mi ciudad, en nuestra ciudad capital, surge la pregunta: ¿Cuál es el modelo de seguridad que debemos adoptar?
Para contribuir a este importante debate, que ocupará sin duda un lugar central en el proceso de elección de Alcalde que ya arrancó, quiero hoy advertir los peligros que se esconden detrás del discurso y de la praxis en materia de seguridad. En particular, quiero expresar aquí mi más enérgico rechazo al proyecto, ya en ejecución, de instalar 1.280 cámaras de vigilancia al interior de 198 colegios distritales. Estas cámaras están ya operando en el Colegio Delia Zapata, en la localidad de Suba, y en otros ubicados en Sierra Morena, localidad de Ciudad Bolívar y en el Gustavo Rojas Pinilla, de Kennedy.
La inversión estimada es de un poco más de 30.000 millones de pesos. La noticia del diario El Tiempo viene ilustrada con una foto de la rectora de uno de los colegios en donde operan las cámaras quien dedica sus horas no a definir y poner en práctica el proyecto educativo institucional, sino a vigilar, como en las peores pesadillas totalitarias, qué hacen, qué dicen y cómo interactúan los estudiantes, niños y niñas, adolescentes, en los espacios en que están definiendo sus propios proyectos de vida y adquiriendo las habilidades de socialización, de interacción, de vida en comunidad que les habrán de servir a lo largo de los mismos.
La rectora, Señora Sonia Forero, declaró al medio capitalino que “La medida ha servido hasta para enseñarles a las niñas cómo se ven cuando se dejan besar y tocar de forma intensa en pleno claustro educativo o cuando hacen parte de riñas que terminan con moretones y rasguños”. Y el Secretario Distrital de Educación añadió que «La tecnología, junto con otros proyectos, pueden mitigar problemas de violencia y droga». Seguridad, Seguridad, Seguridad! Aún al precio de convertir en panópticos a los colegios distritales, como señalaba en su columna Jorge Orlando Melo.
Por supuesto que se requiere garantizar la protección de la vida y la promoción de la convivencia ciudadana, tanto en el campo como en la ciudad, a lo que se añade la lucha contra las impunidades –legal, cultural y moral– y el apoyo a la resolución pacífica de los conflictos. Urge también un enfoque preventivo de la criminalidad urbana, con directrices del gobierno nacional, bajo el liderazgo de alcaldes y gobernadores y con el apoyo de la Policía Nacional. También con la apropiación del principio de corresponsabilidad entre el Estado y la sociedad para reducir el número de delitos. El desarme, como parte del objetivo de lograr el monopolio del uso legítimo de la fuerza, y la sanción social de la ilegalidad, debe ser también parte de la propuesta.
A este enfoque a la vez preventivo y curativo, lo deben complementar políticas sociales destinadas a combatir la extrema inequidad social, característica sobresaliente y negativa del país, como herramientas para apuntalar la paz, erradicando así el caldo de cultivo de la violencia. Entre tales políticas cabe mencionar la destinada a solucionar el eterno problema de tierras, el eje de reproducción de conflictos y violencias; la generación de empleos estables en el campo y las ciudades; la educación de calidad a todos los niveles, como medio de desarrollo del conocimiento y fundamento del empleo digno, y sobre todo el respeto a las normas de convivencia ciudadana, no sólo las escritas sino aquellas fundamentadas en sanas costumbres del transcurrir cotidiano tanto público como privado.
La sociedad colombiana estableció, a través de la Constitución de 1991, un margo general sobre el país que queremos. El Estado Social y Democrático de Derecho es el modelo de sociedad, de economía y de Estado que todos debemos contribuir a cristalizar, a convertir en una realidad actuante. En la medida en que los postulados de esa Constitución se traduzcan en derechos efectivos, estaremos contribuyendo al proceso de construcción de una sociedad con una alta dosis de justicia en su sentido más amplio. Por supuesto, el proceso de construcción de ese Estado conlleva el cumplimiento de una serie de obligaciones legales y de deberes ciudadanos. Hemos dicho que los impuestos son el aporte que hacemos los ciudadanos para la construcción de la sociedad que queremos. Y que el presupuesto es el ejercicio de priorización que hace la sociedad para atender, con recursos limitados, las muchas necesidades que existen en un país como la Colombia de hoy. La Constitución, y la Corte Constitucional al interpretarla, hablan de derechos sociales de progresivo cumplimiento. El dilema que enfrentamos los colombianos es cuánto tiempo más consideramos necesario-justificable esperar para garantizar el cumplimiento de esos derechos a la salud, a la educación, a la vivienda digna, etc.
En el esfuerzo de construir la legalidad democrática, para mi resulta claro que la administración de justicia está llamada a jugar un papel preponderante. Justicia oportuna, al alcance del ciudadano, conjuntamente con la admiración y el respeto por la Ley, serán el camino hacia la legalidad democrática.
Es entendible la preocupación de la ciudadanía en relación con el tema de la seguridad, particularmente en las áreas urbanas. Se oyen críticas sobre el excesivo “garantismo” del sistema penal. Probablemente sea necesario introducir algunos ajustes a las normas de procedimiento en la materia con el fin de evitar que se produzca la excarcelación de los delincuentes que cometan delitos que atenten o lesionen la integridad de las personas, o que por razones de política criminal y de prevención del delito resulte aconsejable que no tengan este tipo de tratamientos de beneficio.
Pero no permitamos que este entendible clamor por la seguridad como bien jurídico nos lleve a incurrir en las peores prácticas, propias de los sistemas totalitarios. Preguntémonos, Honorables Congresistas, si estaríamos dispuestos a que nuestros hijas e hijos estudiaran en un colegio en donde sus actividades cotidianas están sometidas a una vigilancia Orwelliana. Como dice Jorge Orlando Melo en la columna citada, “Bogotá muestra así que está dejando de educar a los niños para concentrarse en tenerlos cuidadosamente vigilados y, copiando los peores modelos norteamericanos, decidió que para protegerlos los someterá a una continua violación moral y al mensaje de que, como sabemos que solo se manejan bien cuando alguien los mira, alguien los observa en todo momento.
Nadie se pregunta por el efecto a largo plazo de esta sensación permanente de estar bajo vigilancia, de un ambiente que inhibe a los niños para hablar, discutir, usar lenguaje fuerte, oponerse a un acto autoritario, arreglarse la ropa, besar al novio, porque todo quedará grabado y podrá ser visto por los maestros, la Policía o los padres. Solo falta que recompensemos a los niños que protejan a los demás «sapiando» a sus compañeros. La escuela no es un sitio público al que cualquiera puede entrar: es una extensión de la casa, y en ella los niños tienen derecho a la intimidad y a la libertad, a contestarle bruscamente a un maestro, a sostener ideas impopulares, a charlar y decir tonterías, y todo esto se inhibirá en un ambiente de espionaje continuo.”